Concepción: ¡Salud!


La ciudad de Concepción está de parabienes. El 25 de julio de 2008 inauguró su Palacio de Justicia; un moderno edificio de cuatro plantas con más de ocho mil metros cuadrados cubiertos, construido en un terreno deshabitado y fangoso ubicado entre la cabecera del puente y el micro centro, al costo de la friolera suma de tres millones quinientos mil dólares. Es el octavo Palacio de Justicia que inaugura el Poder Judicial en ciudades del interior, y el más grande, el más moderno y completo. Para la inauguración se dieron cita allí todos los Ministros de la Corte Suprema de Justicia, el Vicepresidente de la República electo, el Presidente de la Cámara de Diputados, parlamentarios, gobernadores, intendentes y magistrados judiciales de toda la República. El único ausente fue el pueblo de Concepción. En representación de la Asociación de Magistrados Judiciales del Paraguay concurrimos al evento en frondosa delegación y celebramos allí una sesión de honor a modo de adhesión. Nos fuimos pensando que los concepcioneros estarían tirando la casa por la ventana con motivo del gran acontecimiento, pues, no era para menos; la administración de justicia llegaba por fin a tener casa propia después de deambular por décadas como inquilina, y para más, su casa viene a ser el primer edificio de gran envergadura que, con criterio moderno y funcional, se erige en esa ciudad desde su fundación, hace más de 400 años. Pero nos equivocamos, porque los pobladores ni se inmutaron. La sociedad civil estuvo ausente en el acto de inauguración. No se dejaron ver los estudiantes ni los soldados; los educadores ni los empleados; mucho menos los obreros y campesinos y ni pensemos ya en el marginado indígena. Pero también, cómo iban a concurrir si los dirigentes de la ciudad ni siquiera declararon asueto el día de la inauguración, cuando el hecho merecía una fiesta más que patronal, una fiesta de la civilidad que se extendiera por varios días. Incluso el reconocimiento al Dr. Miguel Oscar Bajac fue insuficiente y tímido. Evidentemente no dimensionaron todavía la gran obra de este noble magistrado que no sólo consiguió que la Corte construyera en menos de dos años el primer palacio de la ciudad, sino que instalara allí la primera red de facilitadores rurales de la justicia, para que el pueblo aprenda a poner ese palacio a su servicio antes que se le venga encima como nuevo instrumento de opresión; para evitar que sea “la bastilla”. Por esto que hizo en bien de su pueblo, el Dr. Bajac merecía ser nombrado “el Papa de Concepción”, pero nada. Esa sufrida ciudad tendrá que esperar otros 500 años para que alguien vuelva a hacer algo grande por ella.
En verdad no sé qué pasa con los concepcioneros actuales. No valoran lo que es justo valorar y durante los referidos actos violaron repetidas veces las normas protocolares. Algunos oradores desairaron, sin mala intención naturalmente, al Presidente de la Corte Suprema de Justicia y otros al Vicepresidente de la República electo; lo hicieron con el ninguneo, esto significa: hacer de uno ninguno; dejaron de nombrar a los dignatarios o los nombraban en tercer o cuarto lugar. Esos oradores comenzaban sus discursos diciendo: “excelentísimos señores embajadores de España y de Italia”, y conste que el primero ni siquiera se hallaba presente, mientras sí estaban presentes, mirándolos, el supremo representante de uno de los Poderes del Estado y los delegados institucionales de los otros dos Poderes. Para muchos de nosotros el estar allí fue incómodo, porque los ciudadanos que hemos alcanzado una mínima educación cívica, conocemos los rangos y las dignidades que son propios de la República; sabemos por ejemplo que ningún embajador (ni el yanqui) ostenta mayor dignidad que los Presidentes de los Poderes del Estado ni de sus miembros que son los Ministros de la Corte; los Senadores y Diputados y los Ministros del Poder Ejecutivo. También sabemos que, cuando en un acto público no están presentes los titulares del Ejecutivo y del Legislativo, pero están presentes el Vicepresidente de la República y el Presidente de la Cámara de Diputados, ellos ejercen la representación de esos Poderes. Y en una República no hay dignidades mayores que las presidencias de los tres Poderes del Estado.


Por toda esta experiencia vivida debo ratificar que a los paraguayos nos falta lo que se llama cultura republicana; esta es, la conciencia de que vivimos en un país organizado como República, sistema de gobierno que tiene establecido sus principios y el rango axiológico de sus autoridades y dignidades. Pero Concepción no es sino una muestra de lo que hoy es el Paraguay: un país que ha perdido hasta las más elementales nociones del republicanismo, como consecuencia de largas dictaduras y una educación escolar vaciada expresamente de todas las virtudes republicanas.

Lo lamento por Concepción y también por mí; porque sé que sonarán mal estas palabras allá en el norte y nunca serán suficientes las aclaraciones de que las escribí sin malas intenciones. Pero confieso: de haber ocurrido en cualquier otra ciudad estos hechos aparentemente insignificantes, me hubieran sido indiferentes. Si me molestaron y no puedo callarlos es precisamente porque ocurrió en Concepción, una ciudad insignia de la libertad, casi legendaria en nuestra historia política, bastión de la institucionalidad democrática, último baluarte de la resistencia a la barbarie antirrepublicana en el pasado reciente. Por todo esto debo admitir que con todos los defectos de formación cívica que parecen tener hoy sus nobles hijos, la quiero entrañablemente a Concepción y como aquellos guaireños que llegaron a sus playas le digo: Concepción: ¡salud!

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